miércoles, abril 22

Carta del viejo escritor que se coló dentro de mi e intenta enseñarme a escribir

miércoles, abril 22

Hace milenios escribí las páginas más bellas de mi corta existencia sentado a la sombra del templo de Marduk en Babilonia. Me adueñé del alma de un viejo escriba y, entre sus entrañas, di forma a los versos de una de las más antiguas epopeyas. Y ahora, me veo aquí, en pleno siglo XXI, tratando de exprimir el talento de un joven azotado por los sentimientos, engañado por la razón, otra más de las manzanas del arbol que no se decidió a caer por esperar a que lo recogieran.

No puedo quejarme. En este chico puedo ver el alma danzarina de un juglar, cantando al viento sus historias, molestando al mundo con sus pasiones, aun a riesgo de recibir tomatazos, como si sus versos fueran una ensalada.

En él puedo recordar los dedos nerviosos de aquellos alumnos a los que Nietszche arrancó la venda que cubría sus ojos. Hasta la observación de Pausanias, aquella mirada abrazando cada objeto, la descubro también en las pupilas hambrientas de este a quien he poseído.

Sus historias nacen de un canto de sirena. ¡Pobre tonto! Se cree un Ulises, pero cuando las escucha, se lanza en su búsqueda como cualquiera de los marineros que no regresaron a Ítaca. Trato de reconducir esa idea hacia lo más profundo de su alma, donde puedo moldearla y evitar que, finalmente, choque contra las rocas. Pero ha chocado tantas veces contra ellas, que su boca ya sabe a sal y sus sueños son piedras.

No es su época. Ni probablemente la mía. Atrás quedó la época en que los profesores nos recordaban que para ser escritor no hace falta haber publicado una obra, sino el instinto de no poder dejar de escribir.

Mi chico tiene los defectos de los escritores románticos. Mira hacia el horizonte como esperando encontrar las palabras posadas sobre una nube o el cuello de una muchacha. Pero las palabras, todas, se agolpan en el interior, aguardando. La viscosidad de un Cronopio, el vientre de Nadja, el color de las calles de Comala. Es difícil hacérselo ver a una mirada que pretende abarcar infinitos, olvidándose de que en lo particular pueden hallarse también universos.

Es mi labor la de reconducir sus dedos hacia la palabra exacta, como un dardo apuntando hacia el océano.

Pero escribe con el corazón como si ese maldito órgano bombeador de sangre guardara las frases que se necesitan para elevar hacia lo mas alto un cuento, y es mentira.

Y se pregunta sobre el bien y sobre el mal, y se araña como los existencialistas o las peluqueras.

No puedo hacerle entender que hay caminos, ásperos como los de Lautremont, o ciegos, como el final de una poesía, y que en cualquiera de ellos puede encontrar sus mejores historias, sus personajes o el hogar en el estomago de una ballena.

¿Solo son personajes? ¡No! ¡No lo son! Son parte ahora de ese grupo de gente que una vez cruzo por su vida. Forman parte de él y se cruzan con el resto de personajes reales como en un laberinto de seres donde cuesta distinguir cuales son imaginarios y cuales nacieron para compartir con él turno en la panadería.

Es mi labor guiarle, como Lázaro, a través de este camino. Y aunque aprende, y lucha, y grita, aun sigue cogiendo las rosas por el lado de las espinas. Quizás me quede un tiempo, quizás valga la pena esperar a que un día pueda escribir algo para él, y en una lagrima llena de palabras nos despidamos sin despedidas.

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